Recuerdo las manos arrugadas de mi abuelo Julio, que apretaban con firmeza el punzón y el pedazo de madera para crear maquetas de aviones como aquellos que reparó, en su juventud, durante la guerra civil.
La artesanía es un don, un juego, un arte. Como decía Dewey en Democracia y educación: "El trabajo que se mantiene impregnado de juego es arte".
El viejo profesor de Humanidades chupa a fondo su pipa y, tras los cristales circulares de sus gafas de otro siglo, se pierde en sus pensamientos filosóficos, artísticos, poéticos, artesanales.
Richard Sennet rescata al "animal laborans" del desprecio con el que lo trató Arendt. "El animal humano en el trabajo puede verse enriquecido por las habilidades y dignificado por el espíritu de la artesanía". Esta condición humana hunde sus raíces en todas las culturas: en el himno homérico a Hefesto, de occidente; en los escritos de Ibn Jaldún del Islam; en la sabiduría oriental del confucionismo, etc.
Cuando trabajamos de cierta manera con las manos, estamos "absortos en algo", es decir, "ya no somos conscientes de nosotros mismos, ni siquiera de nuestro yo corporal. Nos hemos convertido en la cosa sobre la cual estamos trabajando".
Lo importante no es el misterio de la inspiración, sino la lentitud del tiempo artesanal, que "permite el trabajo de la reflexión y de la imaginación, lo que resulta imposible cuando se sufren presiones para la rápida obtención de resultados".
Pensar como artesano, como mi abuelo Julio, requiere una dimensión social que representa la condición humana del compromiso por las cosas bellas.
La figura de Hefesto cojo, orgulloso de su trabajo aunque no de sí mismo, representa el tipo más digno de persona a que podamos aspirar.
Richard Sennet, El artesano, 2008
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