Hoy nos hemos quedado atrapados en el tren una hora y media, y, una vez más, de nada ha servido madrugar para llegar puntual al trabajo. Resignado estoicamente ante aquello de la realidad que no podemos cambiar, he empezado a leer El malestar en la cultura de Freud. Y cuando lo he acabado, en el viaje de vuelta, me ha parecido una ironía que leyera precisamente esta obra en el vagón de un tren que siempre llega tarde, a pesar de los planes maquiavélicos del gobierno populista de regalarnos el billete.
En este ensayo, el "maestro de la sospecha" Freud disecciona el alma humana desde su visión del psicoanálisis, tan sesgada, para intentar convencernos de que el ser humano está condenado a la tristeza por elegir la seguridad que la sociedad nos proporciona con sus normas, ritos y costumbres. "El hombre civilizado ha cambiado un trozo de felicidad por un trozo de seguridad", he leído mientras me bajaba la mascarilla que nos han impuesto de manera irracional después de la pandemia.
El autor de La interpretación de los sueños (1899) y Más allá del principio del placer (1920), tiene la habilidad, como los otros filósofos de la sospecha, Nietzsche y Marx, de sacudir las creencias y la moral establecida.
En plena ascensión del fascismo en Europa, Freud escribe El malestar en la cultura (1930), en el que señala la imposibilidad de reconciliación entre naturaleza y cultura. El hombre busca libertad y la sociedad le exige sumisión. Yo quiero ir sin mascarilla en otoño de 2022, pero el poder político me obliga a ello. Me quiere sumiso y obediente mientras los jóvenes, a los que puedo dar clase, se la bajan y sonríen. Quizá por eso, Freud acierta al decir que para crear una civilización es necesario reprimir los instintos humanos y generar la culpa.
Sufrimos por la superioridad de la Naturaleza, por los límites de nuestro propio cuerpo y sobre todo por la insuficiencia de las instituciones de la sociedad, como se nos dice en el tercer capítulo. No hace falta decir mucho más. El retraso constante de los trenes de media distancia es un ejemplo clarísimo. Pero cada uno lo vive de una forma diferente: unos sufren y patalean, y otros aceptan la realidad con todos sus matices.
El arte no nos salva ni nos hace humanos, "no es bastante fuerte como para hacernos olvidar la miseria real" (p. 36). El arte no es más que una "suave anestesia".
La técnica y la ciencia tampoco nos salva. El dominio de las fuerzas naturales es un progreso, pero no es suficiente. Al final, caba preguntarse si "el desarrollo cultural logrará controlar la perturbación de la vida en común" (p. 122). ¿Quién puede preveer el desenlace de la lucha entre el Eros (el placer) y la aniquilación total?
El inicio del libro me atrapa en el vagón abarrotado de adolescentes rebeldes sin mascarilla, viejos amargados (de todas las edades) que protestan contra el sistema ferroviario, y el paisaje de mar en las ventanas.
No podemos evitar la impresión de que, por lo general, las personas aplican escalas de valores equivocadas, esforzándose en lograr para sí mismas el poder, el éxito y la riqueza, y admirando esos logros en los demás, a la vez que menosprecian lo que la vida tiene de verdaderamente valioso. Y, sin embargo, con un juicio general como ése corremos el riesgo de olvidar el variado colorido del mundo humano y de su vida anímica. (p. 13)
Sigmund Freud, El malestar en la cultura, 1930
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