Si una novela marcó mi adolescencia, esa fue La isla del tesoro, del escritor romántico escocés Robert Louis Stevenson. Al releerla, como adulto, descubro que al final del tormentoso viaje de la Hispaniola, ante el botín enterrado por el bucanero Fint en un atolón del Mar de las Antillas, el grumete Jim se entretiene en catalogar las monedas fascinado por la variedad de caras y dibujos extraños. A diferencia de los otros tripulantes, ávidos del afán de poseer, el noble corazón de Jim sabe apreciar la belleza.
Por lo que yo sé, los lingotes de plata y las armas están todavía donde Flint los dejó, bajo tierra; por mí ahí pueden seguir. Ni arrastrado por una yunta de bueyes me llevarían de regreso a la maldita isla.
Robert Louis Stevenson, Treasure Island, 1883
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