Se quedaron a solas, como mirándose en silencio, haciéndose compañía. De pronto, ella agarró el blog de notas.
El humilde lápiz, instrumento de otro, reza con palabras escritas ante el insobornable misterio. Brotan los versos como pregarias del alma. Se escribe por necesidad. Las palabras se transforman en versos, y los versos en oración. Se descubre, de pronto, pequeña y sencilla como una niña. Sus pies no tocan ya el suelo, se balancean desde su asiento como si tuviera cuatro años.
Así, Gabriela Mistral, la poeta chilena ganadora del premio Nobel de Literatura, oraba en frente de Cristo en el Calvario, como una niña pequeña, desconcertada por el dolor del sacrificio del que ama hasta la muerte.
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén.
Gabriela Mistral (1889-1957)
El humilde lápiz, instrumento de otro, reza con palabras escritas ante el insobornable misterio. Brotan los versos como pregarias del alma. Se escribe por necesidad. Las palabras se transforman en versos, y los versos en oración. Se descubre, de pronto, pequeña y sencilla como una niña. Sus pies no tocan ya el suelo, se balancean desde su asiento como si tuviera cuatro años.
Así, Gabriela Mistral, la poeta chilena ganadora del premio Nobel de Literatura, oraba en frente de Cristo en el Calvario, como una niña pequeña, desconcertada por el dolor del sacrificio del que ama hasta la muerte.
En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén.
Gabriela Mistral (1889-1957)
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