El gran poeta italiano que busca el infinito se dirige, con este himno, a la belleza. Pero no a la belleza de su dama, de aquella mujer o de esas amantes, sino a la Belleza, con mayúscula. El amor a la mujer se exalta como signo de la perfección.
El rostro bello es signo de lo divino que está en el origen de todo. El poeta está sediento de esa Belleza, de ese misterio de amor, pero se reconoce ignoto amante. No lo conoce todavía.
Sin embargo, la Belleza está entre nosotros, porque se ha encarnado. Está presente en la realidad más cotidiana de nuestra vida y, como el poeta, la deseamos con toda nuestra alma, con todo nuestro ser, y podemos captarla aunque estemos demasiado lejos.
Los versos sublimes de Leopardi inspiran, en el canto a su dama, a tener una fe que responde a las exigencias del corazón, movidas por una presencia viva.
Cara beldad que, ausente,
amor me inspiras, o escondiendo el rostro
salvo que el alma ardiente
en el sueño tu sombra no sorprenda,
o en el campo en que esplenda
mas claro el día y la creación más pura,
¿acaso el inocente Siglo de Oro
colmaste ventura,
y eres en esta vida alado espíritu,
u ocultándote ahora suerte avara
para futuras horas te prepara?
Poder mirarte viva
mi corazón no espera,
sino en el día en que desnuda y sola
por nueva ruta a peregrina esfera
marche mi alma. En el albor primero
de mi jornada incierta y tenebrosa,
te imaginé viajera,
por el árido mundo. Mas no hay cosa
que aquí se te asemeje, y aunque alguna
recordase tu rostro, nunca fuera
en actos y en palabras tan hermosa.
Entre tantos dolores
como a la vida humana ofrece el hado,
si verdadera y cual te pinta el alma
te amase algún mortal, para él sería
el vivir más preciado.
Bien claro veo que tu amor me haría,
cual en los verdes años, todavía
ansiar gloria y virtud. En vano el cielo
esquivo se mostrara a mis afanes;
que al lado tuyo este mortal camino
fuera un sueño divino.
Por los valles, que escuchan
del laborioso agricultor el canto,
y donde me lamento mientras huye,
el ilusorio y juvenil encanto,
y por las cumbres, en que evoco y lloro
los deseos sin fruto y de mi vida
la perdida esperanza, en ti pensando
comienzo a palpitar. ¡Ah si pudiera,
en el ambiente tétrico y nefando
del siglo, conservar tu imagen pura!
¡Ella sola endulzara mi amargura!
Si tú de las ideas eternales,
eres una, de aquellas que de formas
sensibles no vistió la eterna ciencia
ni entre caducos restos
soportan el dolor, de la existencia,
o si acaso en el cielo donde giras
otra tierra te acoge entre sus mundos,
y más bella que el sol próxima estrella
te alumbra, y más benigno éter aspiras,
desde aquí, donde llora aquel que vive,
de ignoto amante la canción recibe.
Giacomo Leopardi, A su dama (1798-1837)
Comentarios