El mundo está mal hecho y debe ser corregido, para la familia Lampert, pero cada uno de sus miembros está hecho de correcciones y desquiciados por ellas. Es una familia fragmentada, herida y perdida en un mundo que también es imperfecto.
Cada uno de ellos se ha decepcionado a sí mismo y lucha por ocultar sus miserias. Todos viven en un engaño, desde el padre que quiere morirse por culpa de su enfermedad atroz hasta los hijos que sucumben en la apatía. Por ejemplo, el hijo mayor "ya había cumplido los treinta y nueve años y seguía echándoles la culpa a sus padres de ser como era", y para la madre "sus hijos no encajaban bien".
La familia, espejo de correcciones, pervive como un asidero para sobrevivir en una sociedad fragmentada. Pero las correcciones les ahogan. No se juntan por convicción, sino por tradición o costumbre. Se centran en lo accesorio y urgente, no en lo fundamental. Y cuando se encuentran ante un reto no son capaces de hacer frente a la realidad y se encierran más en sí mismos, impotentes y perdidos.
La mediocridad de esa familia norteamericana de finales del siglo XX es tan desoladora que todos se deprimen, incapaces de leer el mundo que les rodea con lucidez y serenidad. Son náufragos asustados en un mar de constantes e inútiles correcciones.
-A mí lo que me parece es que está usted aquí para enseñarnos a odiar las mismas cosas que usted odia.
Lo triste era, al parecer, que la vida sin Alfred en casa resultaba mejor para todo el mundo menos para Alfred.
Tenía que decirle, mientras aún estaba a tiempo, lo mal que lo había hecho él y lo bien que había hecho ella. Lo mal que había hecho no queriéndola más, lo mal que había hecho no tratándola con cariño y no aprovechando todas las oportunidades para tener relaciones sexuales con ella, lo mal que había hecho no confiando en su instinto financiero, lo mal que había hecho pasando tanto tiempo en el trabajo y tan poco con sus hijos, lo mal que había hecho siendo tan negativo, lo mal que había hecho siendo tan melancólico, lo mal que había hecho escapando de la vida, lo mal que había hecho diciendo una y otra vez que no, en lugar de sí: tenía que decirle todo eso, todos los días, sin faltar uno. Aunque no la escuchara, tenía que decírselo.
Jonathan Franzen, Las correcciones, 2001
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