"Por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren", clama el poeta sevillano Luis Cernuda en su poema La visita de Dios. Sus versos me sugieren que el paraíso no es la geometría del discurso ni el diseño de una sociedad perfecta, que el paraíso está escondido en el corazón humano.
El reconocimiento del dolor del Otro pasa por el reconocimiento del propio dolor, del propio límite, de la propia insuficiencia. Sólo puedo comprender al Otro si tengo compasión, es decir, si comprendo y siento la fragilidad humana ante el mal.
En nuestra sociedad prevalece una cierta insensibilidad, fomentada por las pantallas que lo invaden todo, y una indiferencia ética respecto al destino de los Otros. A menudo el mundo se polariza en el conjunto de personas que me importan y el resto.
La educación no es más que una invitación a leer el mundo y transformarlo, a no apartar la mirada de la realidad en toda su crudeza, del "mundo roto" que decía Gabriel Marcel. Se trata de dar una respuesta adecuada a las necesidades del Otro.
El Otro, el extraño, el diferente, forma parte de mi mundo no cuando piensa lo mismo que yo y comparte mis valores y creencias, sino cuando soy capaz de extenderle mi compasión, es decir, cuando su sufrimiento me duele, para que podamos decir, como Miguel Hernández ante la muerte de su mejor amigo: "y siento más tu muerte que mi vida".
La ruptura de una subjetividad encapsulada es necesaria para desarrollar la actitud que nos hace humanos, que es estar dispuesto a sufrir por el Otro, a acompañarle, a dejarse afectar por su sufrimiento. Es imposible intentar transformar el mundo sin esta actitud de compasión, de vulnerabilidad, de no indiferencia.
El hedonismo o la búsqueda del placer es incompatible en gran medida con la compasión porque tiende a encerrarse en sí mismo. Con el principio de placer el individuo desea "descomprometerse", retirarse a un lugar seguro y placentero, ignorante del mundo, en un estado de bienestar que Freud comparó con un feto en el vientre materno.
La tarea de la educación es precisamente romper con ese hedonismo egoísta, con esa huida de la responsabilidad que todos tenemos respecto al dolor del Otro, sabiendo que los significados del sufrimiento son siempre incompletos y paradójicos.
Cabe reconocer, con Adorno, que el dolor es inevitable y que ningún Estado podrá paliarlo jamás. No podemos poner fin al sufrimiento, pero podemos mejorar la vida de las personas a través de la compasión, es decir, si sentimos su dolor y caminamos con ellas hacia un mismo destino.
Debemos preguntarnos cuál es nuestro nivel de indiferencia o insensibilidad respecto al sufrimiento del Otro antes de intentar dar una respuesta adecuada a los problemas sociales y humanos, en el encuentro personal.
La mirada prevalece siempre sobre el discurso. Porque la autoconciencia de nuestros límites y carencias y no la mera voluntad o corrección política permite romper con el individualismo modero que moldea a personas autosuficientes y hedonistas.
(...)
Estoy en la ciudad alzada para su orgullo por el rico,
adonde la miseria oculta canta por las esquinas
o expone dibujos que me arrasan de lágrimas los ojos.
Y mordiendo mis puños con tristeza impotente
aún cuento mentalmente mis monedas escasas,
porque un trozo de pan aquí y unos vestidos
suponen un esfuerzo mayor para lograrlos
que el de los viejos héroes cuando vencían
monstruos, rompiendo encantos con su lanza.
La revolución renace siempre, como un fénix
llameante en el pecho de los desdichados.
Esto lo sabe el charlatán bajo los árboles
de las plazas, y su baba argentina, su cascabel sonoro.
silbando entre las hojas, encanta al pueblo
robusto y engañado con maligna elocuencia,
y canciones de sangre acunan su miseria.
Por mi dolor comprendo que otros inmensos sufren
hombres callados a quienes falta el ocio
para arrojar al cielo su tormento. Mas no puedo
copiar su enérgico silencio, que me alivia
este consuelo de la voz, sin tierra y sin amigo,
en la profunda soledad de quien no tiene
ya nada entre sus brazos, sino el aire en torno,
lo mismo que un navío al alejarse sobre el mar.
(...)
Luis Cernuda, "La visita de Dios", Las nubes, 1940
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