Esta es la primera novela que Stephen King escribió, cuando era estudiante de primer año en la universidad de Maine. La publicó mucho después y con seudónimo.
Es una distopía que muestra el horror de una competición de cien adolescentes que tienen que caminar sin parar durante días, escoltados por soldados y rodeados por un público espectador. Cada vez que un chico cae al suelo recibe hasta tres avisos antes de morir ejecutado por los rifles. Sólo uno podrá sobrevivir a la larga marcha.
Lo trágico es no poder organizarse y luchar contra la injusticia de la marcha, rebelarse contra las armas de los soldados y la pasividad de las masas, y descabezar al Comandante que lo dirige todo como si fuera dios. Lo peor es no construir un contra-relato y tener una visión de futuro para unirse y luchar juntos contra el mal. Porque así, atomizados en individuos solitarios, esclavos de un sueño imposible, incapaces de ver la injusticia, estamos en manos de los poderosos.
Si bien a un maestro del cuento le hubiera bastado diez o doce páginas para retratar el horror de un Estado despótico y necedad de la sociedad del espectáculo hasta el absurdo y la crueldad, King necesita más de trescientas páginas para acabar de golpe y porrazo, en el mejor final posible, dejando agotados -o en la cuneta- a los personajes y a los lectores. ¿Y a quién diablos le importa el final?
Todos hemos vivido una larga marcha en nuestra vida. Esta larga marcha está llena de opositores, estudiantes y aspirantes a artistas. En mi caso, es la carrera académica: esa interminable marcha sin horizonte ni sentido en la que uno acaba tirado en la cuneta sin ver al único triunfador en la gloria inalcanzable del premio final.
Camina o muere, ésa es la moraleja del cuento. Así de sencillo. No se trata de la supervivencia del más preparado. (...) No se trata del hombre o Dios. Es algo... del cerebro.
Stephen King, La larga marcha, 1979
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