El gran escritor francés arrastraba su alma entre las inmensas columnas de la catedral de Nuestra Señora de París. Por aquel entonces, habían destrozado casi todas las vidrieras medievales y sólo quedaban tres rosetones magníficos, quizá demasiado altos como para acceder a ellos con facilidad. Desde Rafael, el arte gótico era considerado un arte de godos, de bárbaros, un arte que había que derruir, para retornar a la belleza clásica de Grecia y Roma.
Víctor Hugo maldecía la ignorancia de aquellos bárbaros que estaban destrozando la belleza mística de aquella catedral inmortal. Hacía poco había escrito el alegato Guerra a los demoledores para criticar la postura oficial de destruir los edificios medievales, considerados decadentes e innecesarios. Pero ese ensayo, traducido a varios idiomas, apenas fructificó (porque nadie es profeta en su tierra, y sólo sirvió para restaurar la catedral de Viborg, en Dinamarca).
Entonces, el autor francés, movido por esa injusticia estética y ética, y apremiado por las exigencias que le imponía su editor Gosselin, consideró que debía haber otra forma de crear un impacto en la sociedad.
Y allí, en la penumbra de la catedral, al leer la palabra "Fatalidad" escrita en griego en los muros de piedra, imaginó una historia que podía alcanzar los corazones de los lectores, con personajes como el jorobado Quasimodo, la gitana Esmeralda o el poeta maldito Pierre Gringoire.
Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que el follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capitales sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo a sus pies.
Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, 1831
Víctor Hugo maldecía la ignorancia de aquellos bárbaros que estaban destrozando la belleza mística de aquella catedral inmortal. Hacía poco había escrito el alegato Guerra a los demoledores para criticar la postura oficial de destruir los edificios medievales, considerados decadentes e innecesarios. Pero ese ensayo, traducido a varios idiomas, apenas fructificó (porque nadie es profeta en su tierra, y sólo sirvió para restaurar la catedral de Viborg, en Dinamarca).
Entonces, el autor francés, movido por esa injusticia estética y ética, y apremiado por las exigencias que le imponía su editor Gosselin, consideró que debía haber otra forma de crear un impacto en la sociedad.
Y allí, en la penumbra de la catedral, al leer la palabra "Fatalidad" escrita en griego en los muros de piedra, imaginó una historia que podía alcanzar los corazones de los lectores, con personajes como el jorobado Quasimodo, la gitana Esmeralda o el poeta maldito Pierre Gringoire.
Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que el follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capitales sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo a sus pies.
Víctor Hugo, Nuestra Señora de París, 1831
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